TRABAJAR LOS TESTIMONIOS, REVERBERAR LA RUINA

Texto escrito para la publicación impresa del proyecto Cenotafio de Cristian Maturana, 2017.

 

El conflicto de imaginarse el horror

 

    Dejar la velocidad para detenerse a pensar los horrores infringidos en dictadura, y no solo en la chilena, sino cualquiera de las producidas a lo largo del siglo XX, significa entrar en un terreno complejo. Se trata de un momento en que el pensamiento debe transitar entre el intento de proyectarse las desapariciones y el de armar, con los testimonios redivivos, el momento en que ello ocurrió. Si además consideramos que en dictadura la sistematización estratégica de tortura y exterminio definió como línea de trabajo la borradura de huellas, buscando minimizar la posibilidad posterior de recrear los hechos, entonces aceptaríamos que la tarea no solo es necesaria y dolorosa, sino también difícil. Nos atreveremos a afirmar que, ante tal escenario, cualquier levantamiento imaginario sobre estos horrores siempre apoyará un pie en lo imposible. El filósofo alemán Georges Didi-Huberman comenta que, cuando el horror es insondable, quien escucha los testimonios muchas veces no los cree justamente por considerarlos inimaginables. Teniendo en cuenta este efecto, los que cometen la violación y luego borran las pruebas, se apoyan en la posibilidad de su negación: muchas veces el infractor es consciente que, mientras mayor brutalidad aplica, más posibilidad de provocar el juicio inimaginable tendrá su acción. Esto puede habilitarnos a pensar las ejecuciones y desapariciones como trabajo de precisión que buscó, por adelantado, poner a prueba toda próxima pesquisa que buscase representar lo sucedido para hacer justicia.

    A pesar de esta dificultad, y con el fin de inscribir históricamente las atrocidades –volverlas posible-, un tipo de resistencia consiste en encontrar señales del horror infringido, señales que hayan sido capaces de transcender su momento para llegar a otros. Llevar esto a cabo implica trazar los testimonios, seguirlos desde su origen hasta el presente, para luego hacerlos presente en sociedad. Sobre este trayecto, Didi-Huberman diría que, ya desde el momento de la infracción del horror, se configuraría un complejo panorama para su testimonio: como se trató de un “momento en el que no había lugar, entre los que asistieron a ello, alelados, para el pensamiento ni para la imaginación” (p. 23), no existiría algo mas difícil que pensar la representación de la violación de los derechos humano en su mismo origen. Esto recae en los testigos presenciales y sus facultades, las que sobrepasadas por la vivencia verían violentado su funcionamiento. De aquí que toda imagen de estas atrocidades porte en su seno un quiebre, una ruina. A este conflicto se suma que los portadores del testimonio o mueren antes de su entrega, por una parte, o guardan silencios pactados, por otra. Más aún y a pesar de que sean atendidos, quien los tenga en su poder nunca podría representarse la intensa y oscura realidad de quienes vivieron este tipo de flagelo. Adolfo Vera (2017) comenta que enfrentarse reflexivamente a estas huellas provoca una desmantelación de “toda nuestra certeza, todas nuestras categorías, todas nuestras lógicas históricamente aceptadas” (p. 15), pues el intento de representarse algo arruinado tenderá también a la ruina. Acá el problema se ubica en las mismas formas del pensamiento y la manera en que pueden hacerse cargo de un suceso que se escapa, que se torna inmanejable en su constitución como evento.

 

Trabajar con el testimonio

 

    La compleja existencia de estas huellas no solo se origina en el intento sistemático por desintegrar cuerpos, lazos, y con ello las posibilidades comunitarias entre personas; también en el exterminio de la lengua, es decir, la destrucción de la posibilidad de comunicar esa desintegración. Sin embargo, Didi-Huberman afirma que no sería posible llevar a cabo una aniquilación acabada del lenguaje a este nivel, pues como la memoria, los testimonios seguirán circulando para propagar lo que rememoran, esto a pesar de la presión negativa con que se les bloqueó y sigue bloqueando. Este afán por recordar, por dar imagen, por combatir lo inimaginable, lleva a artistas como Cristián Maturana a buscar, rescatar y promover huellas que sirvan para esbozar los horrores y el mundo en que se ejecutaron. 

    El filósofo alemán continua y comenta que en el momento en que el pulso de la memoria -pulso en este caso llevado por el arte- se ocupa de levantar un cuerpo de imágenes testimoniales, entonces se puede asegurar la negación de lo inimaginable: si hay imagen entonces no es imposible imaginarlo. Siendo pragmáticos y ciñéndonos a la realidad de este país, podríamos afirmar que ante lo inimaginable pueden llegar a fracasar los sistemas jurídicos y filosóficos –en tanto la reivindicación de una justicia profunda- justamente por la ambigüedad mnemotécnica de las pruebas, pero “allí donde fracasa el pensamiento es donde debemos perseverar en el pensamiento, o más bien darle un nuevo giro […], pensar de nuevo hasta los fundamentos de las ciencias humanas como tales” (Didi-Huberman, 2004, p. 47). Tal como el alemán, Cristian debe creer que mientras existan testimonios es necesario un trabajo humano, uno que resista lo impensable, indecible e inimaginable de los horrores cometidos. Además, seguro piensa que su arte de algún modo propone una revisión de las maneras en que se aborda este complejo tema. Dicho lo anterior, podríamos afirmar que es cierto que, frente a la consternación extrema, la palabra u otros medios testimoniales quedan sometidos a la indecibilidad, sin embargo, esta sumisión de la palabra al hecho no impide que la atrocidad quede en el lenguaje; es decir, aún cuando sea imposible representar el horror, incluso por el testigo más cercano, este debe quedar –y queda- en el lenguaje de las personas y sociedades como huella. Por lo mismo, es preciso seguir re-construyendo estos vestigios desde distintas aproximaciones -hacerlos imagen-, asunto que creo motiva la producción de los que siguen tematizando los crímenes producidos en dictadura.

 

Una imagen del horror necesita estar arruinada

 

    Para que estos testimonios reverberen su origen es necesario que desde su precariedad adopten una lectura y suenen: demandan ser restaurados y re-articulados en el presente para que tengan una nueva proyección y puedan ser reconocidos. Sin embargo, debido a su complejidad ruinosa esta labor no es simple, pues ¿cómo debiesen sonar, cómo debiera ser la imagen de un testimonio devenido ruina?

    No podríamos comenzar una aproximación a esta pregunta si no recordáramos, con Adolfo Vera (2017), que los desaparecidos conviven con nosotros como fantasmas, como seres “cuya existencia no es ni la de los vivos ni la de los muertos” (p. 15), es decir, como espectros inscritos en un anacronismo, en un tiempo que no les es propio: no son de ahora ni de antes. Según el filósofo chileno estos se caracterizan por aparecer desde el asedio, pues como desaparecidos penan haciéndose presentes a partir de su última imagen, «siendo» –en el momento en que aparecen- desde una presencia que hace tiempo dejó de ser la de ellos. En términos existenciales, esto significa que “el presente deja de ser la categoría temporal privilegiada” (Vera, 2017, p. 20) que permite su comprensión. Conocida es la creencia popular que ubica la causa del asedio de los espectros en una incompletitud anterior, causa de su apariencia diferida, cuyo pasado aún no logra paz en el presente. Podríamos decir que el espectro de Vera vive postergado, arruinado en el testimonio que lo rememora, huella inestable que esperará siempre esa interpretación definitiva que nunca llegará. Para explicarlo en otras palabras, en tanto ruina, el testimonio del horror nunca asegura su estatuto, es decir, debe constantemente reorganizarse para entregarse en comprensión. Siguiendo al teórico porteño, diríamos que una manera así se encontraría en constante devenir, nunca allá, nunca acá, requiriendo para siempre la ayuda de una próxima lectura.

    Quien componga obra a partir de estos testimonios se enfrentará a una existencia frágil que necesita ser acogida por maneras que no olviden su estatuto. De acá que todo pensamiento que demande para los testimonios del horror el sitio que les corresponde, desde una coherencia «ontológica», no podrá sino requerir del arte que lo tematice la emergencia de una imagen igualmente crítica o destruida, catastrófica siguiendo el argumento anterior, pues de lo contrario no se estaría posibilitando una apertura al estatuto de dicha tragedia. Diremos entonces que este arte tendrá “que asumir él mismo al desastre como a su constitución más propia” (Vera, 2017, p. 51) y, desde sus capacidades, saberse incapacitado para indicar certezas respecto a cualquier tipo de conclusión, es decir, reconocerse “corrompido por el olvido pero al mismo tiempo atravesado por la exigencia de la memoria” (Vera, 2017, p. 51). Hablamos de un arte que acepta que para reverberar la ruina es preciso volver a arruinarla.

 

Bibliografía

 

DIDI-HUBERMAN, George. (2004). Imágenes pese a todo. Trad. de Mariana Miracle. Barcelona: Paidós Ibérica.

VERA, Adolfo. (2017). Arte y desaparición. Valparaíso: UV.