Texto escrito para el catálogo de la exposición Pasar Corriendo, muestra de los proyectos de tesis de los egresados de la Escuela de Arte de la Universidad Andrés Bello, 2017.
El taller de obra de título es un capítulo muy significativo en la carrera del estudiante, sin duda uno que lo ubica en un borde nuevo. En esta instancia ellos comienzan un trabajo sin encargos preconcebidos por el profesor, sino desde lo que aparece en las conversaciones fruto de sus historias, inquietudes y los avances que presentan. A pesar de este mecanismo reflexivo por «deriva», la instancia no carece de matices pragmáticos, por una parte, e idealistas, por otro. Si bien se espera que un taller así desarrolle procesos reflexivos que movilicen la producción de una obra que recoja el mundo del estudiante, no es posible olvidar el hecho de los deadlines y evaluaciones, como tampoco desdeñar la posibilidad de que puedan verse inmersos en un nuevo juego de libertad estético-pedagógico, el último de su primer periodo académico.
Es preciso también agregar que este momento culminante no carece de complejidades humanas, heteróclitas dimensiones de avance y puntos ciegos que lo definen como ecuación siempre asintótica. De hecho, es precisamente a partir de este carácter inaprehensible de la instancia que me gustaría desarrollar una aproximación filosófica para hacerle frente desde cuatro ideas que creo pueden esbozarla como «límite»:
Primero mencionar que para muchos –Pound, Oiticica, Hirschhorn, por ejemplo- el arte aparece desde el momento en que el artista decide inscribir su obra en la historia. Esto coincide de alguna manera con lo que Peter Osborne dice respecto al arte contemporáneo, campo que se caracterizaría por trabajos que al mismo tiempo son capaces de reflejar un presente y hacerse cargo de la crisis histórico-temporal que vive nuestra cultura. Si aceptamos que en el taller de título se maneja este tipo de arte, entonces debiéramos asentir que, en conjunto con los estudiantes, acompañamos obras que funcionan “como el registro crítico de la destrucción histórica de la importancia ontológica” (Osborne, 2010, p. 50) de categorías tradicionales como medio, forma o estilo.
Por lo mismo es preciso recalcar lo complejo de este «objeto» con que trabajamos, sobre el cual muchas veces se dan por sentado afirmaciones que requieren la más seria discusión. Por ejemplo, del arte se dice que debe comunicar, sin embargo, no es posible olvidar que Deleuze (2003) ya ponía esto en tela de juicio cuando afirmaba que “la obra de arte no tiene nada que hacer con la comunicación” (p. 5). El filósofo entiende que la comunicación se encarga de distribuir información y que esta “es el sistema controlado de las palabras de orden” (p. 5) de una sociedad dada, es decir, que la comunicación vendría a consumar un mecanismo de eso que llaman sociedades de control.
De acuerdo a Freire (2012), en pedagogía puede darse una manera bancaria de educación en la que el conocimiento “es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes” (p. 73). En esta manera existiría un camino hacia la satisfacción de los intereses del profesor y la minimización del poder creador de los educandos, cosa que se actualizaría cada vez que, mediante este mecanismo, se busque incorporar en el estudiante eso que se considera una visión vigente, sería y necesaria para ser artista profesional en este lugar del mundo.
Tanto en el arte, como en la pedagogía, se puede observar una brecha fundante que permite sus funcionamientos, hendidura sin la cuál prácticamente dejarían de existir. Según Rancière (2008) esta permitiría la posición de un espectador que, por una parte observa la obra de arte “ignorando el proceso de producción de esa apariencia o la realidad que ella recubre” (p. 10) y por otra, adopta una postura pasiva, cediendo la posibilidad de ser un creador activo. Para el filósofo francés algo muy similar se da en pedagogía, pues el profesor no solo es quién ostenta aquello que el estudiante desconoce, sino que edita lo que se debe conocer, es decir, diseña su explicación y, por lo mismo, se vuelve “único juez del punto donde la explicación está ella misma explicada” (Rancière, 2003, p. 7); acá solo el profesor puede decidir si el estudiante ha comprendido los razonamientos entregados para aprender los contenidos de la asignatura. Sin esta brecha no existiría el profesor, pues el estudiante se dirigiría directamente a los libros, de la misma manera que no existiría el artista, pues el espectador mismo crearía esas complejas imágenes de mundo.
Con estas ideas que tomé prestadas no me interesa en absoluto cerrar la complejidad del conflicto artístico-pedagógico ya descrito, mucho menos armar explicaciones teleológicas sobre el asunto; lo que quiero es dejar el tema abierto y de hecho preguntarme a partir de estas problemáticas, ¿Cómo formar a un artista crítico, seguro, libre y relevante para su tiempo?
Bibliografía
DELEUZE, Gilles. (2003). ¿Qué es el acto de creación?. Trad. de Bettina Prezioso. Recuperado de: https://gep21.files.wordpress.com/2010/02/deleuze-c2bfque-es-el-acto-de-creacion.pdf
FREIRE, Paulo. (2012). Pedagogía del oprimido. Trad. por Jorge Mellado. Madrid: Biblioteca Nueva.
OSBORNE, Peter. (2010). El arte más allá de la estética: ensayos filosóficos sobre arte contemporáneo. Trad. por Yaiza Hernández, Joana Furió y Antonio García. Murcia: Cendeac.
RANCIÉRE, Jacques. (2003). El maestro ignorante. Trad. por Núria Estrach. Barcelona: Laertes.
RANCIÉRE, Jacques. (2008). El espectador emancipado. Trad. por Ariel Dilon. Buenos Aires: Manantial.